26 de julio, 2022
Opinión
Uno de los grandes desafíos de la política moderna, se encuentra suscrito en hacer frente a la conocida política identitaria.
Diferentes autoridades e intelectuales de distintas parte del mundo, en Chile Carlos Peña y en España Cayetana Álvarez de Toledo – por nombrar algunos-, se han pronunciado con preocupación y detención sobre este fenómeno. Más allá de las diferencias entre ellos, existe coincidencia, que la política identitaria es una implosión democrática, que tal como la definió K. Popper “las identidades colectivas no existen, solo las individuales…”
En palabras simples, los promotores de la política identitaria buscarían la construcción de grandes mayorías a partir de la suma de grupos con intereses particulares, con esquiva prevalencia sobre afinidades universales u orientadas a un proyecto común, es decir, el inverso de la democracia liberal.
Bien sabe de esto Chile, donde la propuesta Constitucional es una consecuencia de la política identitaria. Claro ejemplo de aquello, es el carácter plurinacionalista – o mejor dicho separatista y secesionista- con el que se fundamentaría el Estado de Chile, cuya promoción unívoca es un sesgo indigenista de espíritu autonómico abalada por escaños reservados para cargos de elección popular y un sistema judicial paralelo, pero sobre todo, exigible en deberes y derechos que tendría cada comunidad originaria -Elisa Loncón bien sabe de ello, tal como de manera explícita lo reconociera en la sesión n° 10 de la convención con la intervención del sociólogo Portugués Boaventura de Sousa Santos- lo que sin dudas corrompe el sentido más profundo de la democracia, es decir la igualdad ante la ley, generando ciudadanos de primera y segunda categoría.
De la misma manera, se podría mencionar la incorporación del aborto libre como un derecho, algo propio de la demanda “feminista”, o bien, el ecologismo irreflexivo que incluso llega a atentar contra la certeza jurídica de pequeños y medianos campesinos, afectando sus derechos de agua y la producción alimentaria, entre tantos otros ejemplos.
Ante ello, para nadie es motivo de dudas, que al interior de la convención, la política se concibió como un tablero inclinado, donde la izquierda marxista y frenteamplista, sumado a movimientos “independientes” dictaban lo que era correcto, donde los partidos y convencionales de centro izquierda y centro derecha perdieron la opciones de abrir debate.
En ese sentido, la política identitaria es y seguirá siendo la gran batalla de nuestros tiempos, donde la idea de lo común pierde cuerpo para abrirse camino a lo líquido y a lo particular.
De ganar la opción Rechazo, el desafío constitucional estará en articular proyectos políticos que trasciendan la coyuntura, para volver a lo fundamental y transcendental, donde el individuo como agente es anterior al Estado, a la igualdad ante la ley, al Estado de Derecho y a la idea de República, donde el eje del debate lo dicta la razón y no los fundamentalismos imperantes.